La primera imagen que viene a mí cuando pienso en mi niñez es la imagen de algún libro abierto. Cuando un libro se abre (spoiler, se viene un cliché), no solo se está ante dos hojas, sino ante trillones de mundos posibles: acá, lejísimos, ayer, dentro de unos años o en la Edad Media. ¡Los libros son pasajes! No hay nada más hermoso que recordarme tirada boca abajo y patas para arriba con las narices apuntando hacia esos mundos que ellos me regalaban.
Mis mejores amigos de infancia fueron Ray Bradbury, Agatha
Christie e Isaac Asimov. Tenía otros, pero ellos eran los favoritos. Nadie
antes me había regalado seres de ojos amarillos. Era lógico que los amara más.
Mis amigos venían conmigo de vacaciones, a pesar de las
protestas de mis padres. Teníamos el Citröen de Mafalda así que era complicado
llenarlo de cosas para la playa y, además, una biblioteca andante. Recuerdo que
los dejaba para último momento y los ponía, como podía cuando no me veían,
entre mis piernas o en algún hueco.
En unas vacaciones en Gessell pasó algo inolvidable: la casa
que alquilamos tenía ¡biblioteca! Rápido calculé cuántos podía leer en esas dos
semanas porque muchos eran desconocidos para mí hasta ese momento (Lovecraft,
por ejemplo).
Los amigos de mi infancia me regalaban, además de viajes,
palabras. Este amigo, con el que quiero terminar estas palabras, me regaló magia
y algunas palabras que nunca entendí (y que, para mi propia sorpresa, nunca
busqué en mis diccionarios). Me acercaba a su significado por el contexto (esto
del contexto lo aprendí más tarde, claro), pero quería dejarlas así: desconocidas,
ondulantes, exóticas para mis oídos argentinos. Sus palabras tenían misterio…
Misterio y plata de luna, al mismo tiempo.
Aurora Humarán
Juan Ramón Jiménez y Platero
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