sábado, 18 de enero de 2020

A raíz de las palabras de Alberto Gómez Font (Mi incipiente idiolecto inclusivo)

Con alegría, leí estas palabras de Alberto Gómez Font (filólogo al que admiro) en un grupo de intercambio en Facebook.

MI INCIPIENTE IDIOLECTO INCLUSIVO


Esta semana ya lo hice dos veces, en este muro: la primera cuando escribí "[...] no me canso de recomendar esa revista a todas mis amigas y amigos (sé que ese 'todas' no concuerda con “amigos”, pero me la renfanfinfla) interesados por...", y la segunda cuando dije "[...] queridas amigas y amigos (sé que ese 'queridas' no concuerda con 'amigos', pero me gusta forzar la lengua) vegetarianos y veganas.

Y esa segunda vez también jugué a usar un plural en masculino --vegetarianos-- y el otro en femenino --veganas--, y me gustó cómo quedó.

Y asín, a lo tonto, pues no me cuesta nada hacerlo, empiezo el 2020 aportando mi granito de arena a una nueva forma de hablar y de escribir en español en la que me comprometo (conmigo mismo) a seguir con esos ejercicios de estilo inclusivo.

No creo, en todo caso, que llegue a usar las terminaciones en "e" que tanto éxito están teniendo entre las pibas y los pibes argentinos, y que me han contado que también se empiezan a usar en España y en otros países hispanohablantes; pero no puedo decir "de esa agua no beberé", pues mi amigo y maestro Plutarco Naranjo me habló a favor de esa novedad y me lo argumentó como solo él sabe y puede hacerlo.


Se generaron varios interesantísimos hilos. Me interesó un artículo que compartió luego Alberto en el que una de las sugerencias es el reemplazo, por ejemplo, de "los políticos" por "la clase política". El artículo me disparó estas ideas (totalmente despeinadas).

Como feminista, aplico lo mencionado en el punto 6 desde siempre, pero debemos tener en cuenta (y es fácil de comprobar) que ese reemplazo por una forma de decir inclusiva es posible en la minoría de los casos. Digo que es fácil de comprobar porque lo hice: estuve varios días intentando hacer justamente eso con cada una de las traducciones que tenía entre manos (comunicados de prensa, contratos, un cuento, etc.). La enorme mayoría de los casos no podía reemplazarse de este modo. (Es fácil de hacer el experimento). Es una "solución" al problema (sí, para muchas mujeres es un problema quedar invisibilizadas), pero muy limitada.

Me parece a mi que la "e" es una mejor solución porque (otro punto que el artículo no menciona) la "e" nos dice a hombres, mujeres y otras identidades de género.
Cuando la "e" busca meterse en nuestro idioma (no importa si es creación de cuatro mileniales "bian" (pijos/plásticos) que viven en Palermo, Buenos Aires), nos saca de la comodidad y genera mil situaciones extrañas o inesperadas. Se reía de mí un amigo porque siempre me había escuchado despotricar contra "presidente" para referirse a una mujer. Luego de hacer el chiste obvio (e incorrecto porque la "e" se refiere a personas) de le mer estebe serene, me dijo: "¿entonces ahora "presidente" sí está bien?" Sí, está bien (creo yo), cuando se refiere no solamente a hombres, pero si se refiere solamente a mujeres, presidenta (con la "a" que nos dice). "¿Entonces debería nacer presidento así no nos sentimos discriminados?", me pregunto.
Bueno, sería raro que los hombres protestaran por su invisibilización, pero si se tratara de pensar al largo plazo (ante el miedo a desaparecer), supongo que podrían buscar de imponer la "o". No lo sé. Hay muchas ondas que comienzan a aparecer sobre el agua un vez que se tira una piedra.
Otra duda que se genera tiene que ver con el tercer grupo (que sin dudas se compone de subgrupos, pero se nos acaban las vocales), ¿por qué algunas personas que explícitamente buscan hablar de manera inclusiva dicen "todos, todas y todes"? ¿No debería ser "todes" directamente? Quienes dicen "todos, todas y todes" reservan la "e" para otras identidades de género. Quienes dicen "todes" usan la "e" para decir a hombres, mujeres y otras identidades de género.
En resumen, solo comenté problemas y nuevas dudas. Es porque estamos en los inicios. Y eso es lo que hay que festejar: que comenzamos a visibilizar a mujeres y otras identidades de género. Ya veremos cómo se arreglan las excepciones (si es que se pueden arreglar algunas o varias o todas). Lo importante es que alguien ya tiró la piedra a ese río que es la lengua.

Aurora Humarán




domingo, 12 de enero de 2020

Blanca Aurora Basterra de Ávila Cunha (la poderosa y tenue Ieia)

Blanca Aurora Basterra de Ávila Cunha
La Ieia, tenue y poderosa
12 de enero de 1917 – 4 de julio de 2011


Blanca Aurora Basterra de Ávila Cunha (para algunos, “la Coca”; para sus nietos, “la Ieia”, así bautizada por esta, su primera nieta), nació en San José, Misiones, el 12 de enero de 1917. Su papá se llamaba Vicente Basterra Zubiaurre; su mamá, Aurora Vignoles. Vicente había llegado a la Argentina procedente de Bilbao junto a sus hermanos Félix y Maximina. Pero… ya hablaremos, en otro capítulo, sobre los padres de la Ieia y sus tíos (y sobre los amigos de su abuelo, ¡Horacio Quiroga y Alfonsina Storni!). Hay información sobre Vicente y Félix Basterra en Wikipedia, si les interesa saber algo más sobre ellos ahora.

Fue la más pequeña de 9 hermanos: Eugenia Salvadora (la tía Nena, enfermera), Aristóbulo (para algunos de nosotros, el Tío Vasco, docente), Juan José (policía), Vicente Gil (el Tío Gringo, comerciante), Félix (fallecido cuando era pequeño), Juan Bautista Calino (político, diputado nacional), Reyes Begoña (fallecida de pequeñita) y José (policía y juez de paz).
De esta rama de los Basterra, hay información genealógica en el sitio Geneanet (Internet) hasta el año 1735. Si “suben” por la rama de la mamá de los Basterra Zubiaurre, conocerán los nombres y apellidos de nuestros antepasados, todos del País Vasco. Sus apellidos: Yturriaga, Yrigoyen, Arriortúa, Yrusta Madariaga, Yturvide, Anchoquía y Jáuregui, Sevilla, Cuesta, Ordeñana, Eguilarte… Se puede llegar hasta dos personas que nacieron en 1735 y 1736. ¡Son nuestros antepasados! ¡Nuestra sangre! Se llamaban Juan Francisco Malda Eguilarte y Juana Ordeñana Anchoquia y Jáuregui… ¿Cómo eran? ¿De qué trabajan? ¿Qué cosas heredamos de ellos? ¿No los intriga?
La Ieia siempre nos contaba que había vivido una niñez de recursos económicos limitados, y siempre lo explicaba así: “mi papá era un intelectual más preocupado por la cultura que por los lujos”. Lo decía con orgullo. La Ieia era muy gasolera. Tenía una mentalidad austera. No se permitía lujos. ¿Ella en taxi? Era difícil convencerla.
Hizo los estudios primarios en Misiones, pero cuando decidió que quería ser maestra, se vio obligada a mudarse a una pensión para estudiantes en Encarnación (Paraguay) porque no había escuela de magisterio en su pueblo. Luego de estar en clase de lunes a viernes, cada fin de semana, cruzaba a la Argentina en una lanchita para estar con su familia. Siempre hablaba de su mamá y lamentaba haberla perdido tan joven. De su papá, sabemos más cosas.
Como todos recuerdan, ¡la Ieia era muy hermosa! Cierto es que su belleza quedaba opacada siempre por su inteligencia. Nuestra Ieia era una genia. Eso sí: era la más pragmática de todos, la más racional, la que nunca se quedaba conforme con una respuesta a medias. Un día se sentó a mi lado y me dijo: “Aurora, quiero entender qué es Internet. No quiero quedarme afuera”. (Tenía 90 años en ese momento). Para mi sorpresa, (o no) un día me llega un corre electrónico ¡de la Ieia! Se había ido a un cibercafé. Se había abierto una cuenta (o alguien la ayudó) y me escribía un correo. Me dio una ternura infinita. Su correo, por supuesto, tenía ¡sangría!, maestra al fin, como si la pantalla fuera un cuaderno.
La puedo ver bajita, siempre lista para hacer algo, siempre en movimiento, incansable. Recuerdo (puedo sentir) sus manos, las manos más suaves del mundo.
Mientras vivió en Misiones (hasta los 41 años), se dedicó a la docencia, pero también a dos amores: la política y el teatro. La Ieia era peronista y su pasión por Perón fue causante de tremendas peleas con su esposo, Héctor Ramón de Ávila Cunha, nuestro Goio, conocido –entre otras cosas—por su antiperonismo. Con respecto a las tablas, a la Ieia le encantaba contarnos sobre las obras que había representado (de Ibsen, por ejemplo; Pola ya nos contará sobre otras obras).
La Ieia tuvo tres hijos: Leticia de Ávila Cunha (luego de Humarán, para algunos, Pama), mi madre; Franklin Epaminondas de Ávila Cunha (para algunos de nosotros, el tío Coco) y Zaida Aurora de Ávila Cunha (luego de Morelli, nuestra tía Pola).
Un embarazo inesperado (del que nací yo) a los 20 años de la primogénita Leticia generó una revolución en la familia. Se barajaron varias opciones: 1) mami viajaría a Brasil y, al regresar, yo sería –por obra de un pase mágico y una mentira– la hija de su madre (sí, de la Ieia), 2) se barajó la posibilidad de que yo no naciera…. Sin embargo, heme aquí.
¿Qué decidieron, entonces? El Goio decidió que la familia abandonaría Posadas para siempre, de incógnito, con rumbo hacia Buenos Aires, sin avisar a nadie y, mucho menos, al “padre de la criatura”. Llegaron a Buenos Aires: el Goio, la Ieia y sus tres hijos (y yo, en proceso de elaboración). Un transplante que debe de haber sido durísimo para todos ellos. Quizás también para mí. (Le cedo la tarea a mi psicóloga).
Eligieron el barrio de Flores (en la calle White) para afincarse y empezar un nuevo capítulo. Corría el año 1960.
Pero los vascos son famosos por su cabeza dura y mi padre (de tan solo 19 años, pero muy vasco) se propuso descubrir a qué lugar se había ido la familia De Ávila Cunha. Y los encontró… Así, se trasplantó una segunda familia: Hugo Horacio Humarán (mi padre, Mono, para los amigos), su madre Amelia Matilde Tabossi Urquiza y mi tío Luis Miguel Humarán.
La Ieia comenzó a trabajar como docente en Buenos Aires. La primera escuela que recuerdo es una que estaba en Liniers (Escuela Santa Cruz), al lado de la conocida Iglesia de San Cayetano. Ahí, ella era Vicedirectora. Cuando nos tocó empezar la escuela con mi hermana María Alejandra (bautizada por mí como Maita), allí marchamos. Siempre supimos que no seríamos “acomodadas” a pesar de ser las nietas de la vicedirectora. La Ieia tenía estándares altos. Aunque tuviéramos solo 5 y 6 años y fuéramos sus nietas, al hablar con ella en público en la escuela, le decíamos “señora vicedirectora”. Agrego una foto de la Ieia, Ale y yo en la puerta de esa querida primera escuela y una foto de mi boletín escolar de primer grado donde la Ieia firma como Directora.
Durante los tempranos años de mi vida, mis padres compraron el primer departamento (Solís 343, barrio de Congreso), y durante un tiempo vivimos de lunes a viernes con la Ieia y el Goio (y nuestros tíos Coco y Pola). Desde siempre, Ale y yo tuvimos vínculos muy fuertes con nuestros abuelos por lo obvio y, además, por tanto tiempo compartido.
Recuerdo que algunos días a la semana luego de la escuela en Liniers acompañábamos a la Ieia a una villa de emergencia (hoy se las llama barrios carenciados) y ahí nos dejaba en la casa de una señora de su confianza, que estaba ubicada en la zona perimetral de la villa. Yo nunca había visto una casa que tuviera piso de tierra. Ahí nos quedábamos a hacer la tarea mientras ella daba clases. Nuestra frágil y poderosa Ieia, se adentraba sola hasta el centro mismo de la villa. Enseñaba a adultos y, cuando terminaba, nos pasaba a buscar y volvíamos con ella a la casa de Flores. Otros días, la acompañábamos al Convento que está en Independencia entre la 9 de Julio y Salta, en Constitución. Es la que se llama la Santa Casa de Ejercicios Espirituales (el edificio colonial menos modificado de Buenos Aires). Allí, en un programa de la UNESCO, la Ieia daba clase a un grupo de reclusas. Ale y yo, participábamos de las clases, sentadas como dos alumnas más. Siempre agradezco haber vivido estas experiencias porque creo que calaron hondo en mi espíritu y, como consecuencia, en mi personalidad. También eso le debo a mi Ieia.
Mi vínculo con ella fue/es poderoso y eterno. Siempre la llamé cuando lloraba (por lo que fuera: aplazo en matemática o pelea con un novio… ¡Ieiaaa!). Hoy cuando largo los mocos por lo que sea, pienso en ella de inmediato.
La Ieia era alegre, luminosa, inquisitiva. Recuerdo un gesto suyo muy típico: llevaba el mentón hacia atrás y te clavaba los ojos verdes con una mirada tan inteligente y poderosa como he visto pocas. Si te miraba así, tenías que prepararte para lo que iba a decir.
Ella siempre se estaba cuestionando el mundo. Hablaba sobre la estética, sobre las tradiciones de su provincia (el yaciyateré, el pombero, las poras), sobre sus padres, sobre la tecnología y sobre ¡todo! Le interesaba todo. Le apasionaba el orden del mundo: que los dálmatas tuvieran un patrón de manchas en el pelo. Que las golondrinas hicieran un recorrido igual cada año, en la misma fecha. Con ella, se podía hablar de cualquier cosa. También de moda y otras banalidades. Así de rica era la Ieia.
Cuando ya estaba a punto de dejarnos, le llevé una reikista. ¡Casi me ahorca! “¡Aurora! ¿Qué es esta bruja que me trajiste? No la quiero ver nunca más”. Fui ilusa al pensar que la Ieia, como todos los seres humanos normales, al verse mal físicamente, se aferraría a una estampita, un rezo, unas sesiones de reiki, pero me equivoqué. Es que la Ieia no era una persona normal. “Mala mía”, como se dice hoy.
Un día, cuando ella ya vivía en el departamento de Córdoba y Paraná, en el centro de Buenos Aires, donde falleció, le conté una anécdota. Cuando terminé, me dijo, muy seria: “Aurora, ¿yo estoy sorda o loca? Porque no sé si es que no te escuché o no te entendí”. En el mismo momento, comprobé otra vez su nivel de inteligencia y su incansable razonamiento, y comprendí, también, que mi Ieia no era eterna. Se me llenaron los ojos de lágrimas por lo segundo, y para disimular le largué un chiste bien vulgar: “Ieia, lo que te pasa es que estás hecha mierda. Estás muy vieja ya”. Explotamos en una carcajada y me saltaron lágrimas que parecieron lágrimas de risa y pude disimular la tristeza.
Otro día, me dijo: “es muy duro ver como se deteriora el físico cuando la cabeza va deteriorándose a otro ritmo mucho más lento, Aurora”.
A veces, la sacaba a pasear en la silla de ruedas de sus últimos años. La convencía fácil: “así podemos hablar con comodidad, sin testigos” (Ella vivió sus últimos años con acompañantes las 24 horas). La última salida fue a la iglesia que está en Uruguay y Córdoba. Me dijo: “¿te parece? Yo no soy muy católica”. Le pregunté si temía que sonaran las alarmas al entrar o que le descubrieran el triple 6 tatuado en algún lado. Se rio muchísimo, y dijo: “bueno, bueno, entremos”. A ambas nos gustó porque, en definitiva, compartíamos valores espirituales.
En esos últimos años, le compré varias colecciones: una colección de miniaturas de cristal, una colección de abanicos, un diccionario de argentinismos en fascículos... Como Schehezerade se aseguraba la vida con los cuentos en las árabes noches, creo que yo sentía que si había una colección pendiente (de lo que fuera), tendría Ieia para rato. El fascículo 42 garantizaba que luego vendría el 43. Es decir, más Ieia.
Si retrocedo a la casa de Combate de los Pozos, nos recuerdo a Maita/Alejandra y a mí totalmente malcriadas por la Ieia y el Goio. Ir a su casa era lo más parecido al Paraíso que he experimentado en la vida. Nos malcriaban de lo lindo y qué bien nos hizo… Puedo “ver” al Goio durmiendo la siesta siempre pegado a su radio y a la Ieia leyendo el diario (todo el diario… la Ieia leía TODO el diario). Ella era mucho más hippie (digamos) que mi madre por lo que nos distendía estar en su casa. Nada de mantelitos ni posavasos. En mi casa estaba prohibido mirar televisión mientras se comía. Terminantemente prohibido (costumbre que tomé luego para mi vida personal, oh, paradojas). La Ieia nos dejaba ir con bandejas a su cama a mirar tele: Malevo o Tato Bores si era domingo o lo que fuera. Éramos muy felices en la casa de la cronopia.

Sección despeinada
Partes sueltas de Blanca Aurora Basterra
Mi embarazo
Nuestro vínculo era muy fuerte, de complicidad. Me conocía como pocos. Me quería como pocos me han querido. Estuvo siempre que la necesité. Cuando nací, ella tenía 42 años. Siempre se reía porque decía que a veces se confundía y le parecía haber estado embarazada de mí. Que engordó de felicidad con mi llegada.
Mi embarazo lo vivimos separadas geográficamente. Ella había regresado (con Goio y Coco) a Posadas. Sin embargo, seguía de cerca la nueva etapa que yo estaba transitando. Yo le mandaba fotocopias de las ecografías; ella, mantillas bordadas a crochet (otra de las cosas que nos enseñó la Ieia, tejer a crochet). Cerca o lejos, siempre conté con mi abuela. ¡Atesoro el telegrama que me mandó cuando me recibí de traductora pública!
A la Ieia le encantaba poner apodos. A modo irónico (por motivos obvios), solía llamarme “mansa” o “mansita”.
Los diccionarios….
Cuando terminé primer grado, ¿qué me regaló la Ieia? La colección de cuatro diccionarios enciclopédicos que ahí están, en mi biblioteca de traductora. Ella ponía la cultura en un lugar destacado, pero no tenía biblioteca. Creo que los libros que leyó a lo largo de su vida, fueron quedando en sus muchísimas mudanzas. Además, siempre fue muy desapegada de lo material. Con su pragmatismo, es probable que pensara que si un libro ya se leyó, puede ir a otro lugar. Tarde leí Los Miserables, y todavía más tarde me enteré de que había sido uno de sus libros favoritos. Me hubiera encantado conversar sobre Victor Hugo con ella, pero no me quejo. Tuve mucha Ieia. Tengo mucha Ieia.
No termina esta semblanza acá porque la Ieia es inabarcable, pero queda acá, para que puedan leerla (y conocerla un poquito más) en este 12 de enero, su cumpleaños.
Ah… No sé por qué le puse “Ieia”. Mami me contó una vez que “mamaieia” fue una de mis primeras palabras (para pedir la mamadera) y que al asociarla a la Ieia, luego quedó “Ieia” como su nombre. Puede ser.
Ieia que tanto me diste… Te extraño cada día de mi vida. Ojalá exista ese Cielo en el que algunos creen. Tengo tantas cosas para contarte…
Mientras tanto, tu luz nos sigue iluminando.
Aurora Humarán
(Hija de Leticia de Ávila Cunha y de Hugo Horacio Humarán. Nieta de Blanca Aurora Basterra)