Pocos antepasados me generan tanto orgullo como Estela Canto. Es un honor tener algo de sus genes. Estela era una mujer del todo
incorrecta (diríamos hoy) en varios sentidos. Atea. Comunista. Polémica siempre. Todo imperdonable en ciertos círculos en aquellos años. Fue una gran traductora. De hecho, En busca del tiempo perdido, muestra en
la tapa el nombre de Marcel Proust y el de Estela, la traductora. También escribía relindo. Y
también le escribieron a ella. Mi amado Jorge Luis Borges le dedicó El Aleph. Dicen algunos que Estela fue
el amor de su vida, su musa.
Parecida a mi abuela Amelia Tabossi Urquiza, hija de María Elena Canto. . |
De viaje por las Uropas hace unos años, hice una escala de
dos días en Ginebra exclusivamente para visitar a Georgie (como lo llamaba
Estela). Apenas llegué al hotel, dejé mis valijas y me fui caminando rapidísimo
al Cementerio de los Reyes (Plainpalais) para visitar a mi escritor favorito.
Algo me hizo entrar por una puertita que estaba muy cerca de su tumba… que no
tardé en encontrar.
Filmé el momento en que me iba acercando en la tonta
ilusión de estar cerca de El Maestro. Estuve horas en ese lugar que no llegaba
a percibir como un cementerio. Mirando hacia atrás me extraña eso mismo y
pensar cómo llené todas esas horas… Soy hiperkinética incurable motivo por el
que odio las peluquerías y jugar al ajedrez (perdón, Maestro). Eso de estar
sentada, quieta, callada no es para mí. Lo cierto es que estuve horas en
estática devoción. Saqué millones de fotos. Di de beber al pasto con unas regaderas
que encontré cerca. Dibujé la tumba. Sabía bastante sobre ella, incluso sin
haber leído el excelente libro de Martin Hadis (Siete guerreros nortumbrios. Enigmas y secretos en la lápida de Jorge
Luis Borges, de Emecé).
En algún momento, me fui. Recuerdo haber visto otras tumbas
de personajes famosos en ese verde verde tan verde cementerio con ese verde verde
tan vivo que es quizás lo que explica la sensación que se tiene allí: vida que
se impone a y paz.
Recuerdo que leí Jean Piaget, Juan Calvino, Alberto Ginastera y el nombre
de la hija de Dostoyevsky.
Al día siguiente, luego de desayunar, regresé al cementerio.
Yo creo que estuve sentada hablando mentalmente con Borges. No logro explicar
qué hice durante horas en ese lugar, pero ¿de qué serviría saberlo o
entenderlo?
Cuando llegó el momento de la despedida, me empezó a doler
un Borges en todo el cuerpo así que decidí dejar la trillada, baladí e inútil
nota que nadie leería. La puse en un ganchito que vi entre el pasto. En ese
momento, empezó a lloviznar. Qué rabia, pensé, se va a desteñir mi mensaje. Me
fui cuando ya llovía tupido*.
Varios años más tarde, con ojos asombrados leo un artículo
en el Diario Clarín sobre una mujer que vive en Ginebra y que cada día de
su vida va a la tumba de Borges a llevarse las cosas que dejan, dejamos, sus
admiradores. Ella menciona la hojita del Best Western Hotel Astoria que dejó Aurora, sobrina de Estela Canto…
Ay…
Aurora Humarán
* palabra homenaje a mi padre.
Un artículo excelente y evocador.
ResponderEliminarMuchísimas gracias, Jorge. Me halaga tu piropo literario. Es un domingo gris sobre Palermo. Se presta para la evocación.
Eliminar¡Cariños!
Aurora, los secretos del tiempo y el espacio, los verdaderos secretos, están más allá de la más afinada mecánica cuántica. ¿Alguien puede afirmar que no hubo una conexión entre tu espíritu borgiano y el de esa señora?
ResponderEliminarEstupendo artículo.
¡Qué honor su comentario, Palabrero! Me fui triste porque lo único que podía quedar mío en Ginebra se arruinó casi al segundo, pero no. Pasó algo y la magia resistió. ¡Un abrazo!
EliminarLeyendo tu relato, tan descriptivo, tan desde lo profundo de tu alma, sentí que yo también estuve ahí. ¡Excelente artículo, Au!
ResponderEliminar¡Gracias, Gaby, por leerme y por emocionarte! ¿Estoy equivocada o vos me avisaste del artículo? Creo que así fue. ¡Besos!
EliminarAsí fue. :)
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